La familia cumple una función vital en el crecimiento social de cualquier ser humano... impulsa el desarrollo acelerado de las habilidades expansivas del individuo al alimentar su deseo de alejarse de ellos cuanto antes.
Y la prima Vera, como cualquier otro familiar, siempre llega para fastidiar. Uno está ya acostumbrado a embutirse en su pijama largo, con la goma de la cintura cedida como requisito imprescindible para que las sábanas de franela le admitan entre sus acogedores pliegues, cuando de repente los calores que se cuelan por el balcón comienzan a alterar nuestro sueño y a juzgar nuestro atuendo. Al principio tratamos de negar la evidencia, no es para tanto, seguro que cuando avance la noche refresca... y nos conseguimos dormir, pero a altas horas sentimos de nuevo calor, no del que acaba de empezar sino del que lleva un buen rato ahí esperando que le hagamos caso. Nos revolvemos, buscamos una zona más fresca dentro de la cama pero nos topamos con dos evidencias: la franela sigue siendo franela por todas partes y la cama es de 90 centímetros de anchura, así que no existen zonas que no se hayan contagiado de nuestro calor. Sacamos una pierna, retiramos la ropa hasta la cintura… nos sentimos mejor, conseguimos recuperar el sueño y pensamos que todo ha terminado satisfactoriamente. Nos equivocamos. La noche se sigue arrastrando y nos recuerda que el verano aún está lejos, el calor no era tanto como parecía y notamos algo de fresco en nuestras descubiertas extremidades… urge volver a taparse pero las sábanas están hechas un gurruño y hay que desperezar al menos dos neuronas para desentrañarlo. Nos hemos vuelto a despertar y juramos que a partir de la próxima noche el pijama corto será nuestro vestuario de cabecera para poder dormir felizmente tapados hasta los ojos. Esa temperatura engañosa no conseguirá jugar con nosotros de nuevo.
La noche siguiente se presenta llena de promesas, por fin podremos llevar ropa más cómoda y sentiremos la suavidad de la franela en las piernas por primera vez en muchos meses. En cuanto apagamos la tele corremos a refugiarnos en la cama deseando estrenar la nueva situación. Todo parece ir bien y caemos abandonados al sueño con la seguridad de que nada nos molestará hasta que suene el despertador. Esta vez hemos dormido de un tirón, todo parece haber ido bien pero tenemos una sensación extraña… nos tocamos los brazos y los tenemos fríos, tratamos de recordar porqué y nos vuelve a la mente entre brumas de sopor que hemos adoptado la posición fetal durante las siete horas que hemos compartido con nuestra cama… porque hacía algo de fresco, de hecho notamos el cuello un poco dolorido ¿Ha sido la postura o la almohada? ¿Cómo puede ser que hayamos tenido frío si la noche anterior no dejábamos de sudar? ¿Qué coño está pasando? ¿Hace frío o hace calor? ¿Qué ropa nos ponemos para dormir? Tal vez alguien se ha molestado en crear la figura del pijama de entretiempo… pero seguro que resultará inapropiado para cualquier clase de tiempo porque nunca estamos “entre” sino “en”… No podemos perder esta batalla, nos quedan opciones, estamos seguros de ello… ¡Aún no hemos probado a poner sábanas de verano con el pijama de invierno! Ajá… chúpate esa prima Vera.
Lo hacemos esa misma noche y nos volvemos a asfixiar. La culpa de todo la tiene el pijama. Ha quedado claro de una vez por todas. Nos sentimos derrotados, se alinean en nuestro horizonte largas luchas frío-calor hasta que el verano se imponga con toda su fuerza. El hombre se ha vuelto a ver incapaz de ganar a la madre Naturaleza… Miramos al suelo hastiados y descubrimos el montón de pijamas que hemos tanteado las últimas tres noches… y se nos enciende la bombilla…
Cómo no se nos había ocurrido antes algo tan sencillo como efectivo… usar el pijama corto de cintura para abajo y el de invierno para la parte de arriba. ¡Funciona! Dios… ¡Sí! La rebeldía siempre ha sido la mejor manera de sobrevivir a la familia.