“No me puedo creer
que no tuvieras ninguna vocación cuando eras joven”
(Incredulidad de una
amiga que siempre quiso ser médico)
Quienes tuvieron la suerte de
descubrir en sus primeros años el objetivo al que querían dedicar sus vidas
consideran casi imposible que semejante enamoramiento por un destino especial
no nazca de manera natural en el pecho de todo adolescente. El niño que fui no
veía fuegos artificiales en profesión alguna de las que se presentaban ante sus
ojos, menos aún en las que escuchaba que elegían quienes lo rodeaban. Aquello
de que todo es posible resultaba difícil de creer si no te cruzabas en las
calles de tu barrio con astronautas, estrellas del deporte y actrices
hollywoodienses.
El sistema educativo nos obliga a
tomar una decisión vital cuando nos acercamos a la mayoría de edad aunque no
sepamos qué camino tomar. Deberían instalar un área de juegos en esa carretera
para poner a prueba nuestros instintos y descubrir qué nos empuja a querer ir
más allá, a avanzar al siguiente nivel donde los retos son más difíciles y
satisfactorios. A falta de destino marcado en el navegador, caminamos empujados
por el tráfico hacia la desviación que tiene mejor iluminación. No sabemos
cuántos kilómetros durarán las brillantes farolas que nos han atraído pero al
menos tenemos un argumento razonable para justificar nuestra elección. Quienes
optan por la profesión de sus padres cuentan con la ventaja de poder echarles
en cara su desgraciada vida si así termina siendo la silla en la que queman sus
días.
Me animo a recordarme. A lanzarme
a una piscina de crema antiarrugas para retroceder hasta la habitación que
compartía con mis hermanos. Allí pasaba sus horas un chaval que solo sentía la
obligación de sacar las mejores notas que podía. Esa era la misión marcada para
su jornada laboral. Nadie le explicó que además debía descubrir qué le gustaba.
Me reencuentro con él y me dan ganas de cambiarle de ropa, cortarle el pelo y
advertirle que las gafas que está a punto de comprar son un horror. Me
contengo. El objetivo de esta visita es otro y le obligo a responderme. ¿Qué te
gusta?, ¿qué te mueve?, ¿qué te ilusiona? Temblando dentro del chándal titubea
un no lo sé. Lo empujo contra el armario de tres cuerpos y le invito a
replantearse la cuestión con mi brazo clavado en su pecho. Algo habrá que te
llame la atención, le escupo. El pobre niño mira a su alrededor buscando una solución
que lo libere del futuro pero solo encuentra sus cosas: las estanterías llenas
de libros, los discos que ya no caben en el armario y la televisión encendida.
“Me gustaría formar parte de todo
lo que me hace disfrutar”, reconoce finalmente y lo libero. Lástima no haberlo
sometido a un tercer grado cuando el pasado era presente.
No había en aquel cuerpo sin
terminar una idea clara sobre la profesión que deseaba hacer figurar en su
carnet de identidad, solo la vaga sensación de que le gustaría haber contribuido
a imprimir los billetes que le permitían salir de aquella habitación sin
moverse. Quería ser una puerta de embarque hacia otras historias, otras
emociones, otras fantasías imprescindibles para sobrellevar la realidad. Aún no
lo sabía, pero estaba en lo cierto al intuir la importancia de sentir a través
de lo que no te ocurre en primera persona.
Decían que se trataba de elegir
un trabajo. De alcanzar algún tipo de éxito. Nadie dijo que el objetivo era mantener
viva la curiosidad. Y allí estaba aunque la ignoraran.
Años 80. Clase obrera. La
herramienta más sencilla para imaginar era un lápiz. O mejor, un bolígrafo de
cuatro colores. Escribir parecía ser el único camino posible para el eco de un
deseo inconsciente. Avanzando la película a toda velocidad hasta el presente
son más las armas que pueden comprarse con licencia juvenil. El arsenal básico
de cualquier habitación adolescente incluye cámaras de video, programas de
diseño gráfico o editores de música al alcance de un clic. Ahora es posible ser
youtuber, bloguero o rapero en ocho metros cuadrados si cuentas con una buena
conexión a internet.
A lo largo de los años, aquel
chaval indeciso embutido en táctel ha podido asomarse a las nuevas salidas que
surgían a ambos lados de la carretera que tomó pagando con su juventud. Un
puñado de colágeno fresco por ser protagonista de sus propias historias
audiovisuales, una jugosa densidad capilar a cambio de dar voz a otros en
televisión y unas dioptrías intercambiadas por la posibilidad de insuflar vida
a personajes de ficción en crujiente papel. Sin embargo, le quedaba un trueque
pendiente y temía lo que debería entregar a cambio. Sentía mucho apego por su
dentadura. Quería formar parte de aquello que golpeaba sus emociones sin ser
visto desde que tenía memoria. Una puerta que aún hoy parecía inalcanzable. Soñaba
jugar al arte invisible. A la música.
Si mides poco más de un metro
setenta no sueñas con ser jugador de baloncesto. Y si tu voz es capaz de
desgarrar el cielo nocturno hasta desatar una tormenta de miradas suplicando tu
silencio, asumes que nunca te pedirán subir al escenario de un karaoke. A
partir de entonces admiras aún más a quienes consiguen sacar notas afinadas de
sus gargantas sin esfuerzo aparente. Lisiado en la laringe, equipado para la
audición. Así fue el reparto. Y así se aceptó. O eso parecía.
Los desvíos no siempre aparecen bien
señalizados. Un bonito mirador puede encontrarse al final de una desalentadora
carretera de tierra. Solo hace falta preguntarse qué habrá allí donde aún no
has estado, especialmente cuando escuchas rumores sobre lo magníficas que son
las vistas. El parloteo sobre las maravillosas fotografías que se podían hacer
desde ese rincón especial que es la música me llegó a través de un culebrón
musical americano. Más allá de amores, rupturas, adicciones y terribles
accidentes, todos los personajes tenían en común no solo la capacidad de cantar
sino también la de componer. Escribían canciones con una mano mientras
acariciaban mujeres casadas con la otra. Parecía irresistiblemente accesible.
Era música, el arte vetado, pero había una parte para la que no estaba
castrado: la letra. Pensé que si ellos podían hacerlo también debería
intentarlo. Ignoré que aquellos actores solo fingían componer, porque un desconocido
de carne y hueso sí escribía esas canciones en algún sitio, probablemente en
una habitación tan pequeña como la mía. Con una lámpara de Ikea en el techo. Y
una cerveza.
Junté palabras hilvanando un
desgarrado desamor con rima asonante. “Hoy te empecé a odiar” fue mi bautizo de
sangre. Una pata que caminaría coja a menos que alguien le pusiera música. La
pobre podía fingir que era una poesía para que no la miraran mal en las redes
sociales, pero ella sabía que no estaría completa hasta poder bailar envuelta
en melodía. Hubo quien la calificó de narco-corrido. Una lástima no haber
nacido en México ni tener amigos mariachis. Aquel día me convertí en el padre
de letras discapacitadas a la espera de prótesis, pero a mis ojos serían la
promesa de las canciones que podrían llegar a ser.
Me parecía feo condenarla a ser
hija única además de coja, así que me puse en el empeño de darle un hermanito.
Pensé en las carreteras que vamos tomando, unas por elección y otras por
omisión, recordé al chaval que fui y la imagen que me devolvía el espejo en
aquel momento. Me pregunté quién era ese extraño que me miraba de frente. No
estaba seguro de reconocerlo ni de si quedaría tiempo para tomar las decisiones
necesarias para estar orgulloso de él. Dibujé imágenes contradictorias en
versos de pocas palabras y nació “Extraño”, el benjamín de la familia. Ya
teníamos cuatro patas entre los tres y podíamos sortearnos el “amigo invisible”
por Navidad.
Me disponía a comprar nuevas
patas de palo para los retoños cuando un músico llamó a las puertas de mi pequeño.
“Ey, esa letra tiene fraseo de rock”, nos dijo. No nos lo podíamos creer en
casa, un desconocido benefactor conocía un hospital donde regalarle la plenitud
al mocoso. Nos pusimos en sus manos y dejamos que llevara adelante la operación
según su sabio criterio. En la sala de espera la niña no dejaba de morderse la
uñas. Temíamos que algo pudiera salir mal. Desvalijamos juntos la máquina de chucherías
para tranquilizarnos y nos quedamos dormidos en unas incómodas sillas de
plástico rígido. Pasamos días allí hasta que vimos salir al cirujano. Todo
había ido bien pero debíamos prepararnos para el impacto. Se trataba de una
intervención estética que había modificado para siempre al pequeño “Extraño”.
Y la música se hizo.
Había crecido mucho. Tenía múltiples
capas de sonido, evolucionaba en un envoltorio barroco, oscuro, adulto.
“Extraño” flotó en la sala envolviéndonos con la voz grave de Luis Vil. Buscaba
atravesar oídos sin pedir permiso. Esa sería la razón de su vida a partir de
entonces. La música ya era una más de la familia.
Marcos Alonso
@maaldi73
Luz
Que esconde.
Sombra
Que muestra.
Oculta
Al hombre.
Enseña
La fiesta.
Ruido
Que calla.
Silencio
Que llama.
Ensucia
La idea.
Despeja
La farsa.
¿Quién es el extraño
que te mira de frente?
No lo conoces. Nunca quisiste
verle.
Se acabó el tiempo de
las decisiones.
Podías ser tú. Y
elegiste perderle.
Movimiento
Que detiene.
Pausa
Que mueve.
Altera
La mente.
Paraliza
Y siente.
Calor
Que congela.
Frío
Que enciende.
Aviva
La oveja.
Mata
Y entiende.
¿Quién es el extraño
que te mira de frente?
No lo conoces. Nunca
quisiste verle.
Se acabó el tiempo de
las decisiones.
Podías ser tú. Y
elegiste perderle.
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