domingo, julio 02, 2017

Y la música se hizo



“No me puedo creer que no tuvieras ninguna vocación cuando eras joven”
(Incredulidad de una amiga que siempre quiso ser médico)

Quienes tuvieron la suerte de descubrir en sus primeros años el objetivo al que querían dedicar sus vidas consideran casi imposible que semejante enamoramiento por un destino especial no nazca de manera natural en el pecho de todo adolescente. El niño que fui no veía fuegos artificiales en profesión alguna de las que se presentaban ante sus ojos, menos aún en las que escuchaba que elegían quienes lo rodeaban. Aquello de que todo es posible resultaba difícil de creer si no te cruzabas en las calles de tu barrio con astronautas, estrellas del deporte y actrices hollywoodienses.

El sistema educativo nos obliga a tomar una decisión vital cuando nos acercamos a la mayoría de edad aunque no sepamos qué camino tomar. Deberían instalar un área de juegos en esa carretera para poner a prueba nuestros instintos y descubrir qué nos empuja a querer ir más allá, a avanzar al siguiente nivel donde los retos son más difíciles y satisfactorios. A falta de destino marcado en el navegador, caminamos empujados por el tráfico hacia la desviación que tiene mejor iluminación. No sabemos cuántos kilómetros durarán las brillantes farolas que nos han atraído pero al menos tenemos un argumento razonable para justificar nuestra elección. Quienes optan por la profesión de sus padres cuentan con la ventaja de poder echarles en cara su desgraciada vida si así termina siendo la silla en la que queman sus días.

Me animo a recordarme. A lanzarme a una piscina de crema antiarrugas para retroceder hasta la habitación que compartía con mis hermanos. Allí pasaba sus horas un chaval que solo sentía la obligación de sacar las mejores notas que podía. Esa era la misión marcada para su jornada laboral. Nadie le explicó que además debía descubrir qué le gustaba. Me reencuentro con él y me dan ganas de cambiarle de ropa, cortarle el pelo y advertirle que las gafas que está a punto de comprar son un horror. Me contengo. El objetivo de esta visita es otro y le obligo a responderme. ¿Qué te gusta?, ¿qué te mueve?, ¿qué te ilusiona? Temblando dentro del chándal titubea un no lo sé. Lo empujo contra el armario de tres cuerpos y le invito a replantearse la cuestión con mi brazo clavado en su pecho. Algo habrá que te llame la atención, le escupo. El pobre niño mira a su alrededor buscando una solución que lo libere del futuro pero solo encuentra sus cosas: las estanterías llenas de libros, los discos que ya no caben en el armario y la televisión encendida.

“Me gustaría formar parte de todo lo que me hace disfrutar”, reconoce finalmente y lo libero. Lástima no haberlo sometido a un tercer grado cuando el pasado era presente.

No había en aquel cuerpo sin terminar una idea clara sobre la profesión que deseaba hacer figurar en su carnet de identidad, solo la vaga sensación de que le gustaría haber contribuido a imprimir los billetes que le permitían salir de aquella habitación sin moverse. Quería ser una puerta de embarque hacia otras historias, otras emociones, otras fantasías imprescindibles para sobrellevar la realidad. Aún no lo sabía, pero estaba en lo cierto al intuir la importancia de sentir a través de lo que no te ocurre en primera persona.

Decían que se trataba de elegir un trabajo. De alcanzar algún tipo de éxito. Nadie dijo que el objetivo era mantener viva la curiosidad. Y allí estaba aunque la ignoraran.

Años 80. Clase obrera. La herramienta más sencilla para imaginar era un lápiz. O mejor, un bolígrafo de cuatro colores. Escribir parecía ser el único camino posible para el eco de un deseo inconsciente. Avanzando la película a toda velocidad hasta el presente son más las armas que pueden comprarse con licencia juvenil. El arsenal básico de cualquier habitación adolescente incluye cámaras de video, programas de diseño gráfico o editores de música al alcance de un clic. Ahora es posible ser youtuber, bloguero o rapero en ocho metros cuadrados si cuentas con una buena conexión a internet.

A lo largo de los años, aquel chaval indeciso embutido en táctel ha podido asomarse a las nuevas salidas que surgían a ambos lados de la carretera que tomó pagando con su juventud. Un puñado de colágeno fresco por ser protagonista de sus propias historias audiovisuales, una jugosa densidad capilar a cambio de dar voz a otros en televisión y unas dioptrías intercambiadas por la posibilidad de insuflar vida a personajes de ficción en crujiente papel. Sin embargo, le quedaba un trueque pendiente y temía lo que debería entregar a cambio. Sentía mucho apego por su dentadura. Quería formar parte de aquello que golpeaba sus emociones sin ser visto desde que tenía memoria. Una puerta que aún hoy parecía inalcanzable. Soñaba jugar al arte invisible. A la música.

Si mides poco más de un metro setenta no sueñas con ser jugador de baloncesto. Y si tu voz es capaz de desgarrar el cielo nocturno hasta desatar una tormenta de miradas suplicando tu silencio, asumes que nunca te pedirán subir al escenario de un karaoke. A partir de entonces admiras aún más a quienes consiguen sacar notas afinadas de sus gargantas sin esfuerzo aparente. Lisiado en la laringe, equipado para la audición. Así fue el reparto. Y así se aceptó. O eso parecía.

Los desvíos no siempre aparecen bien señalizados. Un bonito mirador puede encontrarse al final de una desalentadora carretera de tierra. Solo hace falta preguntarse qué habrá allí donde aún no has estado, especialmente cuando escuchas rumores sobre lo magníficas que son las vistas. El parloteo sobre las maravillosas fotografías que se podían hacer desde ese rincón especial que es la música me llegó a través de un culebrón musical americano. Más allá de amores, rupturas, adicciones y terribles accidentes, todos los personajes tenían en común no solo la capacidad de cantar sino también la de componer. Escribían canciones con una mano mientras acariciaban mujeres casadas con la otra. Parecía irresistiblemente accesible. Era música, el arte vetado, pero había una parte para la que no estaba castrado: la letra. Pensé que si ellos podían hacerlo también debería intentarlo. Ignoré que aquellos actores solo fingían componer, porque un desconocido de carne y hueso sí escribía esas canciones en algún sitio, probablemente en una habitación tan pequeña como la mía. Con una lámpara de Ikea en el techo. Y una cerveza.

Junté palabras hilvanando un desgarrado desamor con rima asonante. “Hoy te empecé a odiar” fue mi bautizo de sangre. Una pata que caminaría coja a menos que alguien le pusiera música. La pobre podía fingir que era una poesía para que no la miraran mal en las redes sociales, pero ella sabía que no estaría completa hasta poder bailar envuelta en melodía. Hubo quien la calificó de narco-corrido. Una lástima no haber nacido en México ni tener amigos mariachis. Aquel día me convertí en el padre de letras discapacitadas a la espera de prótesis, pero a mis ojos serían la promesa de las canciones que podrían llegar a ser.

Me parecía feo condenarla a ser hija única además de coja, así que me puse en el empeño de darle un hermanito. Pensé en las carreteras que vamos tomando, unas por elección y otras por omisión, recordé al chaval que fui y la imagen que me devolvía el espejo en aquel momento. Me pregunté quién era ese extraño que me miraba de frente. No estaba seguro de reconocerlo ni de si quedaría tiempo para tomar las decisiones necesarias para estar orgulloso de él. Dibujé imágenes contradictorias en versos de pocas palabras y nació “Extraño”, el benjamín de la familia. Ya teníamos cuatro patas entre los tres y podíamos sortearnos el “amigo invisible” por Navidad.

Me disponía a comprar nuevas patas de palo para los retoños cuando un músico llamó a las puertas de mi pequeño. “Ey, esa letra tiene fraseo de rock”, nos dijo. No nos lo podíamos creer en casa, un desconocido benefactor conocía un hospital donde regalarle la plenitud al mocoso. Nos pusimos en sus manos y dejamos que llevara adelante la operación según su sabio criterio. En la sala de espera la niña no dejaba de morderse la uñas. Temíamos que algo pudiera salir mal. Desvalijamos juntos la máquina de chucherías para tranquilizarnos y nos quedamos dormidos en unas incómodas sillas de plástico rígido. Pasamos días allí hasta que vimos salir al cirujano. Todo había ido bien pero debíamos prepararnos para el impacto. Se trataba de una intervención estética que había modificado para siempre al pequeño “Extraño”.

Y la música se hizo.

Había crecido mucho. Tenía múltiples capas de sonido, evolucionaba en un envoltorio barroco, oscuro, adulto. “Extraño” flotó en la sala envolviéndonos con la voz grave de Luis Vil. Buscaba atravesar oídos sin pedir permiso. Esa sería la razón de su vida a partir de entonces. La música ya era una más de la familia. 

Marcos Alonso
@maaldi73

 
Luz
Que esconde.
Sombra
Que muestra.
Oculta
Al hombre.
Enseña
La fiesta.

Ruido
Que calla.
Silencio
Que llama.
Ensucia
La idea.
Despeja
La farsa.

¿Quién es el extraño que te mira de frente?
No lo conoces. Nunca quisiste verle.
Se acabó el tiempo de las decisiones.
Podías ser tú. Y elegiste perderle.

Movimiento
Que detiene.
Pausa
Que mueve.
Altera
La mente.
Paraliza
Y siente.

Calor
Que congela.
Frío
Que enciende.
Aviva
La oveja.
Mata
Y entiende.

¿Quién es el extraño que te mira de frente?
No lo conoces. Nunca quisiste verle.
Se acabó el tiempo de las decisiones.
Podías ser tú. Y elegiste perderle.

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Autoengaño

También el círculo creyó encajar en el cuadrado de su diámetro.