“Si quieres estar bien, haz lo
que te haga sentir bien.”
Una premisa tan sencilla como
esta debería ser el único faro necesario para dirigir nuestra vida. Semejante
obviedad no puede estar equivocada. Todos los libros de autoayuda que se han
publicado desde que el hombre tradujo los sonidos a letras pueden arder en una
pira. Polvo al polvo. La clave de la felicidad ha sido hallada.
Bien. ¿Y cómo descubro qué me
hace sentir bien? Los psicólogos vuelven a oler la sangre y ponen en marcha las
rotativas para orientarte en el camino del autodescubrimiento. Sólo hay un
pequeño problema, nadie nos conoce mejor que nosotros mismos. No hay ventanas a
nuestros cerebros para que grandes eruditos estudien nuestros circuitos, ni
mapas cartografiados sobre los resortes que mueven nuestras emociones. Si
quieres llegar a saber qué está pasando ahí arriba no te queda más remedio que
ponerte un chaleco hortera con un montón de bolsillos y pantalones caqui para
emprender la sucia aventura de descubrirte.
Abrir la puerta del desván es
encontrarse un caos de recuerdos, emociones y datos. Un jaleo del que parece
imposible sacar nada en limpio. Es el momento de abrir la petaca preñada con un
licor fuerte, armarte con un machete y empezar a cortar por lo sano para
encontrar un camino transitable. Y empiezas con una pregunta ¿Qué me gusta?
Parece fácil, tiras de lo que sueles contestar en una primera cita… el cine, la
literatura, salir con los amigos. ¿Es lo que me gusta o lo que me he
acostumbrado a decir que me gusta? Venga, algo claro y sencillo, una de esas
cosas que me hace sentir bien. Una cerveza. Una caña fresca nunca falla. Hay
cosas puntuales que son un estímulo positivo infalible. Parece que vamos por el
buen camino hasta que las cañas del pasado nos hablan. No todas fueron igual de
buenas, unas más que otras. Hubo cervezas cuyo efecto duró horas y otras que no
consiguieron levantar el ánimo más allá del instante en que corrían por la
garganta. Debe haber algo más debajo.
Es hora de encender la luz frontal del casco y
penetrar en zonas insondables. En las causas que provocan que una cerveza no sepa
siempre igual. Y es que no es lo mismo tomarla sentado en una terraza junto al
mar en vacaciones, que en casa después de una dolorosa jornada laboral. Parece
evidente que la situación coyuntural en la que el líquido ambarino nos refresca
influye en sus efectos embriagadores. ¿Y una misma cerveza tomada junto a las
mismas vistas marítimas en periodo estival es garantía de éxito? Sí, claro,
cómo no vas a estar a gusto en vacaciones. ¿Estás siendo sincero o vuelves a
repetir la cantinela previsible que lo explica todo? Piensa un poco. Y bueno,
no queda más remedio que reconocer que ha habido cervezas que han sabido a
gloria como remate de un estresante día de trabajo y otras insípidas cañas que
te has bebido, porque tocaba, mientras mirabas aburrido las mismas olas del
mar. Algo se cuece unos metros más abajo. Un sustrato inferior, una capa
estructural que contamina las situaciones y los estímulos.
En la mochila
llevas el martillo neumático. Ese capaz de destrozar un metro de hormigón y
taladrar hasta el lugar donde nacen las canas. Que empiece la fiesta y que
vibre hasta la primera neurona que grabó uno de nuestros recuerdos. Detrás de
los trozos de cráneo y conexiones sinápticas licuadas debe estar la madre que
gobierna todo, aquella que empapa todas las percepciones y emociones. Puede que
sea eso que llaman personalidad o quizás la pieza forjada que se dibujó en los
primeros infiernos que caldearon nuestra metálica mente.
Una cerveza
nos hace sentir bien porque nos gusta su sabor durante los instantes que la
saboreamos, porque la bebemos en una etapa positiva en la que somos capaces de
valorarla y también gracias a que tenemos una actitud que nos permite disfrutar
de lo que está sucediendo. Esta primera exploración parece revelar que cómo nos
sentimos es la suma de la interacción de tres capas emocionales: una estructural,
otra coyuntural y, una última, puntual. Hierro, madera y plastilina.
¿Qué es lo que
habita en el fondo? Es un territorio basto, amplio y uniforme. Algo que parece
ser siempre igual, elaborado con hierro y otros materiales de gran dureza casi
imposibles de alterar. Es la capa estructural que nos define como personas. La
llaman personalidad como si fuera un tatuaje inalterable, pero no es cierto.
Puede verse afectada en el transcurso de una vida. En los primeros años aún no
ha fraguado y es más moldeable. Los sucesos y acontecimientos forjarán esa
actitud vital por la que todos creerán conocernos. Dirán que somos personas
alegres o pesimistas haciéndose eco de esa actitud de fondo. Es capaz de
extenderse sin cambios durante décadas e incluso no variar jamás, aún así hay
sucesos decisivos que sí pueden alterarla. Situaciones que rompen la placa base
y la mueven a una nueva situación. Pueden ser revelaciones íntimas como
descubrir qué es amar, madurar o el sentido de trascendencia. También esos
sucesos que marcan una vida, giros brutales de todo signo, desde ser víctima de
una agresión a la maternidad, desde la pérdida de un ser querido al éxito
profesional. Momentos cuyo impacto no se puede prever porque el material sobre
el que chocan es siempre único, personal.
Cuando la capa
estructural es positiva, la actitud vital es fuerte y soportará mejor los
vaivenes de todas las capas superiores. La capacidad de recuperación y goce
tendrá los parachoques de acero reforzado para afrontar los accidentes del
camino. Habrá sufrimiento, pero será mejor gestionado. Habrá placer y se
alcanzará con mayor facilidad. Muy diferente será el panorama cuando el estrato
madre esté enfermo. Breve será la alegría de una buena noticia y complicado
arrancar una sonrisa con una mueca burlona. Intentar estar bien será un trabajo
del que estar siempre pendiente.
Ascendiendo
hacia la superficie emocional está la capa coyuntural. Hecha de madera, aguanta
inalterable durante semanas, meses, e incluso años. Sus límites vienen
definidos por las etapas personales que vamos pasando. Son los periodos de
bonanza, de meseta o de bajón. Etapas en las que se sufre en un desagradable
trabajo, se disfruta de un enamoramiento o se clava en las carnes alguna
crisis: hijos que se marchan, pérdida de amistades o un incómodo reflejo en el
espejo. La potencia de sus depresiones y picos dependerá de la madre que la
sustenta por debajo. Las etapas difíciles serán menos dolorosas con un buen
fondo y las más benignas correrán el peligro de precipitarse al vacío si no hay
una base sólida que las sustente.
Por encima de
todo están los infinitos instantes que suceden cada día, esos picotazos de
realidad que nos atacan a todas horas provocando un torbellino de emociones y
reacciones que parecen responder al suceso del momento. Es la capa puntual que está
elaborada de plastilina. Es brutalmente susceptible a todo tipo de sucesos,
desde un gag en televisión a una persona fumando en la parada del autobús. Está
compuesta de una sucesión de pequeños trozos emocionales que pueden tener una
extensión de segundos, minutos u horas. Son la risa ante un chiste, la
indignación por una crítica injusta o la angustia antes de ir al dentista.
Alguien con
prisa sólo vería la alegría que produce una fiesta y el aburrimiento de la
espera a un impuntual. Se le pasaría por alto que, ante una misma fiesta, el goce
y su resaca emocional será mayor o menor en función de lo que esté sucediendo
en los pisos de abajo. Tampoco sería consciente del injustificado cambio de
humor que provoca una breve espera cuando se está pasando por una época difícil,
y lo diferente que resulta cuando la mar de fondo está en calma.
Tres capas
alineadas en sentido positivo es tocar el cielo con los dedos. A partir de ahí
son infinitas las combinaciones que justifican cómo nos sentimos y por qué nos
afectan de manera diferente los mismos sucesos. Cuanto más oscuras sean las
capas inferiores, más necesarios serán los chutes de alegría puntuales para
poder sentirse bien. Un fondo bien tallado aguanta mejor las embestidas y
necesita menos purpurina en la superficie para poder brillar. No hay una única
manera de estar bien, pero unas cuestan más que otras.
Nuestra
capacidad de influencia sobre las propias emociones es más difícil cuanto más
profundo queremos llegar. Quien tenga alma de espeleólogo estará más capacitado
para fotografiar las cavernas, algunas oscuras y otras brillantes, que se
esconden en nuestras profundidades.
Un trago de
cerveza nunca falla. Sólo cambia la duración del “Ahhhhhh”.
Marcos Alonso
@maaldi73
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