“¿Puedo pedir un café con leche y un cruasán?”
Una pregunta educada, casi
infantil, la de quien sabe que no va a pagar la cuenta. Pero había algo más en
aquella chica rubia, una duda real sobre si podía pedir lo que en ese momento le
estaba apeteciendo o no, como si estuviera acostumbrada a recibir una negativa
por respuesta. Lo natural hubiera sido pedir su desayuno y esperar que alguien
lo pagara por ella. En el peor de los casos se vería obligada a aflojar unos
pocos euros. Sobre todo teniendo en cuenta con quién había aparecido en el bar
del puerto de Navacerrada donde las esperábamos mi compañera y yo. La
esquiadora Blanca Fernández Ochoa.
Uno de los mayores tesoros que se
debe proteger en todo viaje de trabajo es la carterita donde se lleva el dinero
que ha entregado producción para hacer frente a los gastos diarios. Coger la
carretera es empezar un intercambio de billetes por tickets que justifican en
qué ha sido empleado el dinero. Allá donde vayas, un ojo fiscalizador repasará
todos los pasos que has dado lejos de la oficina. Si quieres que las cuentas
cuadren, aléjate de las máquinas expendedoras porque jamás podrás justificar
las monedas que se han tragado. Además de sufragar hoteles, gasolina y comida,
esa asignación permite abonar las consumiciones de quienes están dedicando su
tiempo a atenderte, y más aún, están dispuestos a aparecer en el programa que
estás preparando. Ellos lo intuyen. Algunos no están seguros. Pero ninguno pide
permiso para consumir. En aquel momento era inevitable preguntarse ¿quién es
esa chica de rizos rubios?
Abrigada hasta las cejas, como
todos nosotros, nos miraba desde la esquina más alejada de la mesa concentrada
en saborear su desayuno. No parecía interesada en nuestra conversación.
Repasábamos los álbumes de fotos de la deportista sobre la mesa del bar, desde
la infancia en la estación de esquí de Navacerrada donde trabajaban sus padres
hasta su mayor triunfo, la medalla de bronce en Albertville 1992 que la
convirtió en la primera deportista española en pisar un podio en unos Juegos
Olímpicos de Invierno. Aquel galardón supuso la liberación de una obligación
impuesta sobre los retoños de la familia desde que Paquito ganó el oro en Sapporo
allá por 1972. Un éxito que puso a los hermanos Fernández-Ochoa en el punto de
mira de los ojeadores deportivos y supuso un agridulce esfuerzo para toda la
familia. Días de invierno aislados del mundo en la estación del puerto, los niños
trasladados a centros de entrenamiento intensivo lejos de sus padres y la
necesidad de cumplir con unas expectativas puestas sobre unos jóvenes que bailaban
en sus esquíes. El éxito parece justificar todo esfuerzo, pero ay, qué árido es
el camino cuando no se sabe si llegará a alcanzarse.
Era inevitable mirar de reojo a
la misteriosa acompañante de la deportista. Permanecía silenciosa en su
asiento, sin soltar palabra. Era joven, tendría veintipocos años. Cabría pensar
que era una colaboradora de la esquiadora, su secretaria quizás, no era una
suposición descabellada puesto que la estaba acompañando a una reunión de
trabajo. Sin embargo no estaba tomando notas, apuntando detalles ni preguntando
sobre las necesidades que estaban por venir. Debía ser una amiga, tal vez de
Cercedilla. La cita profesional podría haber sido aprovechada para pasar unos
días en el pueblo y retomar el contacto con algunas amistades. No era lo más
ortodoxo que hubiera aparecido con ella, pero tampoco algo impensable. No
estábamos en una recepción palaciega, aquello era una mesa de bar reconvertida
en sala de reuniones portátil. Quizás era una amiga, sí. Era la única
explicación posible.
El hambre rompió el mutismo de la
chica mientras comentábamos que habíamos visto en el pueblo unos diplomas nazis
concedidos a un esquiador de Cercedilla cuando el Tercer Reich aún gozaba de
buena salud. Avanzamos unas décadas para atender sus necesidades como requería
nuestra misión en aquella cumbre nevada. Sacamos la ridícula carterita que
jamás utilizaríamos en nuestra vida real para calmar su estómago y con una
sonrisa que escondía estupefacción nos acercamos a la barra. El cruasán aún
debía estar nadando en café con leche allá donde termina el esófago pero el
hambre había vuelto a poseer a aquella chica. Parecía que quisiera
aprovisionarse, como si más adelante no pudiera volver a comer o temiera las
dotes gastronómicas de la insigne esquiadora. Algo se nos escapaba.
Miramos a Blanca. Ella entendía
qué estaba pasando e intuía nuestra extrañeza, pero no decía nada. Su rostro
duro, curtido bajo mil soles fríos, contaba infinitas historias pero no daba
respuesta a aquella incógnita. Tan pronto apareció el bocadillo, las manos
enguantadas de la chica rubia se hicieron con él asegurándose que no se lo
quitara nadie. Ya era suyo. Con su premio a buen recaudo, volvió a su sitio
dispuesta a despachar aquel manjar con los cinco sentidos. Recuperó su
condición de convidada de piedra y retomamos nuestro repaso a las imágenes de
una vida, la de una mujer visceral, pura emoción y energía. Una luchadora que
no esconde la niña que aún es capaz de escribir con las dos manos a la vez sin
cometer un error, que sigue dispuesta a saltar al potro en el colegio de monjas
donde estudió y no teme seguir sus propios instintos aunque la conduzcan por
senderos sin señalizar.
La chica no pidió más combustible
para su metabolismo. Se había mimetizado con el espacio y prácticamente habíamos
dejado de verla. Continuamos la charla sin interrupciones salvo la incómoda vibración
de mi móvil silenciado sobre la mesa. Parecía estar más solicitado que un
ministro, pero no podía apagarlo por motivos de trabajo. Tantas llamadas sin
contestar inquietaron a la esquiadora. Me animó a cogerlo si era importante y
me vi obligado a justificar el acoso telefónico para no parecer descortés. Era
mi cumpleaños. Resultaba evidente que aquella sala de reuniones no estaba
blindada contra la cotidianidad. La confesión forzó una educada felicitación
que fue mejor recibida de lo que esperaba. Aquella mujer me gustaba. Era mucho
más que una medallista olímpica.
El repaso del pasado llegó hasta
el presente y cerramos satisfechos la última hoja del tercer álbum de recuerdos.
Deshicimos el hechizo sobre nuestro despacho devolviéndole su habitual aspecto
de mesa tabernera, nos subimos las cremalleras y cuando nos disponíamos a
salir, la chica desconocida volvió a hablar. Nos pidió que la esperásemos un
momento porque necesitaba ir al baño. Por primera vez nos quedamos solos con
Blanca. No nos debía ninguna explicación sobre la identidad de su acompañante.
Nos había tratado con una cortesía exquisita. Estábamos a punto de separarnos
para siempre y lo más sencillo era que la identidad de su amiga permaneciera
siendo un secreto para quienes no necesitaban saberlo. Sin embargo fue generosa.
Había conocido a la chica de
rizos rubios participando en un programa de televisión. Se trataba del
reality-show “Invisibles”, en el que varios personajes famosos se hacían pasar
durante unos días por mendigos que vivían en la calle para sentir en sus
propias carnes la crudeza del olvido. Blanca había fingido ser una indigente.
La chica rubia lo era. O lo había sido. Cuando la cámara y las luces se apagaron,
la deportista tomó la decisión de llevársela a su casa para intentar romper el
círculo de la desesperanza. Llevaba unos días viviendo con ella.
Aquella joven no tenía hambre,
tenía miedo a tener hambre.
Pasamos la tarde buscando
localizaciones para la grabación, nos volvimos locos intentando encontrar el
lugar de descanso de Paquito Fernández-Ochoa. Buscábamos una lápida y nos
equivocábamos. Sus restos están señalados por una enorme roca en forma de
corazón. No le abrimos el pecho para comprobarlo, pero debía ser del mismo
tamaño que el de su hermana Blanca.
Marcos Alonso
@maaldi73
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