domingo, junio 18, 2017

¿Quién es esa chica?





“¿Puedo pedir un café con leche y un cruasán?”

Una pregunta educada, casi infantil, la de quien sabe que no va a pagar la cuenta. Pero había algo más en aquella chica rubia, una duda real sobre si podía pedir lo que en ese momento le estaba apeteciendo o no, como si estuviera acostumbrada a recibir una negativa por respuesta. Lo natural hubiera sido pedir su desayuno y esperar que alguien lo pagara por ella. En el peor de los casos se vería obligada a aflojar unos pocos euros. Sobre todo teniendo en cuenta con quién había aparecido en el bar del puerto de Navacerrada donde las esperábamos mi compañera y yo. La esquiadora Blanca Fernández Ochoa.

Uno de los mayores tesoros que se debe proteger en todo viaje de trabajo es la carterita donde se lleva el dinero que ha entregado producción para hacer frente a los gastos diarios. Coger la carretera es empezar un intercambio de billetes por tickets que justifican en qué ha sido empleado el dinero. Allá donde vayas, un ojo fiscalizador repasará todos los pasos que has dado lejos de la oficina. Si quieres que las cuentas cuadren, aléjate de las máquinas expendedoras porque jamás podrás justificar las monedas que se han tragado. Además de sufragar hoteles, gasolina y comida, esa asignación permite abonar las consumiciones de quienes están dedicando su tiempo a atenderte, y más aún, están dispuestos a aparecer en el programa que estás preparando. Ellos lo intuyen. Algunos no están seguros. Pero ninguno pide permiso para consumir. En aquel momento era inevitable preguntarse ¿quién es esa chica de rizos rubios?

Abrigada hasta las cejas, como todos nosotros, nos miraba desde la esquina más alejada de la mesa concentrada en saborear su desayuno. No parecía interesada en nuestra conversación. Repasábamos los álbumes de fotos de la deportista sobre la mesa del bar, desde la infancia en la estación de esquí de Navacerrada donde trabajaban sus padres hasta su mayor triunfo, la medalla de bronce en Albertville 1992 que la convirtió en la primera deportista española en pisar un podio en unos Juegos Olímpicos de Invierno. Aquel galardón supuso la liberación de una obligación impuesta sobre los retoños de la familia desde que Paquito ganó el oro en Sapporo allá por 1972. Un éxito que puso a los hermanos Fernández-Ochoa en el punto de mira de los ojeadores deportivos y supuso un agridulce esfuerzo para toda la familia. Días de invierno aislados del mundo en la estación del puerto, los niños trasladados a centros de entrenamiento intensivo lejos de sus padres y la necesidad de cumplir con unas expectativas puestas sobre unos jóvenes que bailaban en sus esquíes. El éxito parece justificar todo esfuerzo, pero ay, qué árido es el camino cuando no se sabe si llegará a alcanzarse.

Era inevitable mirar de reojo a la misteriosa acompañante de la deportista. Permanecía silenciosa en su asiento, sin soltar palabra. Era joven, tendría veintipocos años. Cabría pensar que era una colaboradora de la esquiadora, su secretaria quizás, no era una suposición descabellada puesto que la estaba acompañando a una reunión de trabajo. Sin embargo no estaba tomando notas, apuntando detalles ni preguntando sobre las necesidades que estaban por venir. Debía ser una amiga, tal vez de Cercedilla. La cita profesional podría haber sido aprovechada para pasar unos días en el pueblo y retomar el contacto con algunas amistades. No era lo más ortodoxo que hubiera aparecido con ella, pero tampoco algo impensable. No estábamos en una recepción palaciega, aquello era una mesa de bar reconvertida en sala de reuniones portátil. Quizás era una amiga, sí. Era la única explicación posible.

“¿Puedo pedir un bocadillo de tortilla de patata?”

El hambre rompió el mutismo de la chica mientras comentábamos que habíamos visto en el pueblo unos diplomas nazis concedidos a un esquiador de Cercedilla cuando el Tercer Reich aún gozaba de buena salud. Avanzamos unas décadas para atender sus necesidades como requería nuestra misión en aquella cumbre nevada. Sacamos la ridícula carterita que jamás utilizaríamos en nuestra vida real para calmar su estómago y con una sonrisa que escondía estupefacción nos acercamos a la barra. El cruasán aún debía estar nadando en café con leche allá donde termina el esófago pero el hambre había vuelto a poseer a aquella chica. Parecía que quisiera aprovisionarse, como si más adelante no pudiera volver a comer o temiera las dotes gastronómicas de la insigne esquiadora. Algo se nos escapaba.

Miramos a Blanca. Ella entendía qué estaba pasando e intuía nuestra extrañeza, pero no decía nada. Su rostro duro, curtido bajo mil soles fríos, contaba infinitas historias pero no daba respuesta a aquella incógnita. Tan pronto apareció el bocadillo, las manos enguantadas de la chica rubia se hicieron con él asegurándose que no se lo quitara nadie. Ya era suyo. Con su premio a buen recaudo, volvió a su sitio dispuesta a despachar aquel manjar con los cinco sentidos. Recuperó su condición de convidada de piedra y retomamos nuestro repaso a las imágenes de una vida, la de una mujer visceral, pura emoción y energía. Una luchadora que no esconde la niña que aún es capaz de escribir con las dos manos a la vez sin cometer un error, que sigue dispuesta a saltar al potro en el colegio de monjas donde estudió y no teme seguir sus propios instintos aunque la conduzcan por senderos sin señalizar.

La chica no pidió más combustible para su metabolismo. Se había mimetizado con el espacio y prácticamente habíamos dejado de verla. Continuamos la charla sin interrupciones salvo la incómoda vibración de mi móvil silenciado sobre la mesa. Parecía estar más solicitado que un ministro, pero no podía apagarlo por motivos de trabajo. Tantas llamadas sin contestar inquietaron a la esquiadora. Me animó a cogerlo si era importante y me vi obligado a justificar el acoso telefónico para no parecer descortés. Era mi cumpleaños. Resultaba evidente que aquella sala de reuniones no estaba blindada contra la cotidianidad. La confesión forzó una educada felicitación que fue mejor recibida de lo que esperaba. Aquella mujer me gustaba. Era mucho más que una medallista olímpica.

El repaso del pasado llegó hasta el presente y cerramos satisfechos la última hoja del tercer álbum de recuerdos. Deshicimos el hechizo sobre nuestro despacho devolviéndole su habitual aspecto de mesa tabernera, nos subimos las cremalleras y cuando nos disponíamos a salir, la chica desconocida volvió a hablar. Nos pidió que la esperásemos un momento porque necesitaba ir al baño. Por primera vez nos quedamos solos con Blanca. No nos debía ninguna explicación sobre la identidad de su acompañante. Nos había tratado con una cortesía exquisita. Estábamos a punto de separarnos para siempre y lo más sencillo era que la identidad de su amiga permaneciera siendo un secreto para quienes no necesitaban saberlo. Sin embargo fue generosa.

Había conocido a la chica de rizos rubios participando en un programa de televisión. Se trataba del reality-show “Invisibles”, en el que varios personajes famosos se hacían pasar durante unos días por mendigos que vivían en la calle para sentir en sus propias carnes la crudeza del olvido. Blanca había fingido ser una indigente. La chica rubia lo era. O lo había sido. Cuando la cámara y las luces se apagaron, la deportista tomó la decisión de llevársela a su casa para intentar romper el círculo de la desesperanza. Llevaba unos días viviendo con ella.

Aquella joven no tenía hambre, tenía miedo a tener hambre.

Pasamos la tarde buscando localizaciones para la grabación, nos volvimos locos intentando encontrar el lugar de descanso de Paquito Fernández-Ochoa. Buscábamos una lápida y nos equivocábamos. Sus restos están señalados por una enorme roca en forma de corazón. No le abrimos el pecho para comprobarlo, pero debía ser del mismo tamaño que el de su hermana Blanca.


Marcos Alonso
@maaldi73

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